¿Cuánto de esto es amor, cuánto deseo? ¿Se pueden o no separar?

martes, 5 de julio de 2022

Departamento vacío

 

Antes de que sean las tres de la tarde

voy a descubrir que estoy solo

y que un departamento sigue vacío

aunque yo esté allí.

 

Mañana, cuando despierte,

voy a pensar que nada es tan terrible

por unos instantes y después

voy a calcular

cuán ridícula sería la muerte.

 

No voy a matarme

porque prefiero retrasar mis asuntos pendientes

pero voy a pensar mucho en ello

del mismo modo que uno piensa en cambiar su vida

o renunciar al trabajo.

 

Y después, un día cualquiera

voy a conocer a una mujer

o a una chica

y voy a pensar

quizás pueda vivir un poco más.

 

Pero pasado mañana, cuando despierte

voy a descubrir que todo sí es tan terrible

pero la muerte es la nada y es peor

que este departamento,

vacío.

miércoles, 24 de junio de 2015

Viejas Malditas

 Los muchachos no creen en las cosas que anduvieron escuchando los últimos días. Un limonero o cualquier otro árbol frutal o cítrico no sorprendería a nadie. Si la mayoría ya sabe de las viejas esas perversas que aprovechan cualquier centímetro escondido en la ciudad para ir y ¡PAM!, plantar la semillita. A los cabos al principio no les parecía nada preocupante, vandalismo extravagante, una moda que ya iba a pasar, como todas. Pero después las viejas habían empezado a hablar entre ellas y hasta a armar pequeños clubes. Las viejas perversas, a la larga el gobierno de la ciudad tuvo que intervenir, hacer declaraciones, llamar a algunos policías de más, asegurar estar detrás de la pista clave que los llevaría de una buena vez por todas a encarcelar por un tiempo a las viejas perversas. Con sus años, era lo mismo condenarlas a muerte, ninguna más vería otra vez la luz del día libre.
Habrán pasado ya unas tres semanas. El gobierno ya no sale tanto a hablar, pero limoneros y las otras cosas violetas siguen habiendo. Cemento se puede tirar, y se tira, pero es barato y no dura mucho, a los pocos días ya está mete que nacer la maldita semillita. Echa esas raíces gigantescas, duras como un pedazo gigante de madera. Y las raíces rompen todavía más y más cemento. Y meta machete, veneno y a veces hasta fuego. Y cae el maldito árbol solamente para que tres días después empiece a asomar alguna cabecita verde que parece de lo más inocente pero que ni bien te das vuelta ¡PAM!, quince metros de raíz dañina y traicionera.
Lo de esta vez es, sinceramente, pasmoso. Algunos escuchamos, no somos todos tan jóvenes, que en otra época hacíamos ciudades enteras con toda esa mugre, que incluso vivíamos con la mugre. Cabecitas verdes, cabecitas verdes cuidadas, alentadas a traicionar, algunas incluso saludadas, como si fuera uno más. Entonces claro que nos preguntamos si esas viejas tienen algo que ver, si serán ellas las descendientes satánicas de alguna malsana y terrorífica costumbre de alentar el crecimiento virulento de esa plaga espantosa. Brujas son, brujas tienen que ser porque no hay una explicación posible que nos solucione lo de hoy, que nos permita entender los horrores que nos toca vivir. Entre dos edificios, para peor. Había quedado un espacio disponible algunos días atrás, y por supuesto que el lugar estaba bien custodiado y se esperaba que todo estuviera listo en cuestión de horas, esta mañana. Pero ni custodios, ni policías, ni el nuevo edificio ya casi listo. Todo en vano, todo al pedo. Como si fueramos a tener que acostumbrarnos a vivir así, sobreviviendo, sin los tubos en la espalda, sin trajes, sin antifaz, sin máscaras. Las mediciones asustan cada vez más a los funcionarios y algunos precavidos ya están buscando trabajo en otras partes, pero no quieren entender que no es solamente acá, en esta ciudad, que la peste azota prácticamente todas las ciudades. Que hasta ya han visto en distintas partes algunas viejas perversar sin los tubos, con una mueca burlona, desnudas frente al mundo.
No somos todos tan jóvenes, y esas cosas las escuchamos, prestamos atención. Pero una cosa son los rumores, los chismes, otra cosa es levantarse a la mañana, salir a mirar por la ventana y ver eso. Ahí nomás arranca la desesperación, ataque de pánico lo llaman, y sentir que los tubos apretan, que el antifaz arranca pedazos de piel, que la máscara empieza a bailar, mojada por el sudor, y que debajo del traje se empieza a sentir frío, frío y húmedo. ¿Qué puede hacer uno cuando todo lo que es se desmorona entre gotas frías de sudor? Se tiran, los pobres malditos, se tiran desde un primer piso o desde un piso cincuenta y tres, pero se tiran y se rompen el alma. ¡Muertos antes que involucionados!
Tienen que ser brujas las viejas malditas, son brujas que sino no se explica. Que frente a la escena del crimen los cabos apenas si pueden mantenerse en pie, que tienen que darse vuelta y pensar fuerte en otra cosa porque sino ahí nomás les da ganas de tirarse y aún estando al nivel del suelo se romperían el alma. Y hoy las mediciones son secretas, y uno piensa si está bien que no larguen las cifras para evitar el pánico o si generan más pánico estándose tan calladitos.

Y caminan las viejas malditas nomás, agarradas de las manos desnudas, sin los tanques, fingiendo que disfrutan todo ese ritual perverso. Son brujas las viejas perversas, si hasta uno les llega a creer que no están sufriendo. Mientras todos los demás miramos con terror las cifras de dióxido de carbono que bajan cada vez más y empezamos a sentir que por los tubos se empieza a escapar el óxigeno que aumenta en la ciudad a pasos agigantados. Las viejas agarradas de las manos desnudas y de fondo el escenario grotesco, cien metros cuadrados de árboles, plantas como garras, hojas verde vómito. Y en la base, coronando el horror, el manto oscuro, el verdor del pasto combinado con la sangre y los cráneos de todos los que se tuvieron que tirar, porque los niveles de dióxido de carbono bajan cada vez más.  

jueves, 2 de enero de 2014

Espejo

En mi escritorio guardo un espacio
en el que entran tres paredes,
un cigarrillo de marihuana, una copa de vino, cuatro estrellas aleatorias,
los recuerdos de un tiempo iletrado, el futuro de las páginas con olor a viejo,
vos.

El ritual es sano porque depura pero
sobre todo porque permite recordar.
En un escritorio duermen despiertos los insolentes,
la historia viva del despertar.

Tengo, cuando me fijo, cuatro paredes,
un marco gastado, un ligero olor a España y a deja vú.
Elijo, entre tanto objeto obsoleto, explotar una por una
sus cualidades.

Permito que mi cuerpo ruede de un lado al otro
entre las sábanas que apestan a comodidad.
Y entre mis ojos ya caigo en cuenta
de cierta luz que se desprende.

Veo en espejo las letras, las únicas letras que
para mí alguna vez fueron palabra.
Golpeo con violencia filial los conceptos
de labor, estudio, vagancia y maternidad.

Atraviesa -como por arte de sardónico destino- un haz de luz
la mitad exactamente simétrica de mi cama que
es tuya.

Y- entiendo- la luz no es capricho sino
destino, divinidad opiácea.

Crujen los pisos.

Desde el colchón de hojas secas surge el gemido.
Los hombres ya no son lo que quisieran ser.
Viven fatigados de tanta ilusión incumplida,
de tanto trajín falsamente insomne.

Ya no sueño con tres paredes de marihuana.
Y da igual el momento de la copa.
El sueño es uno y nada.

El sueño, revela el insomnio, yace en tu cama.  

jueves, 5 de septiembre de 2013

Deus ex machina

No siempre me asustaron las mujeres.
A veces, hace mucho, las mujeres eran las únicas
que me hacían sentir cómodo, del mismo modo que
los adultos me fascinaban.

Toda mi vida sostuve un pacto
secreto que me unía a los viejos y
a las mujeres,
toda la vida.

Paradójicamente me asustaban las mujeres
viejas y envejecer.
Paradójicamente hoy me asusta envejecer y
dejar de amar a una mujer.

Yo no quiero envejecer en una casa repleta de risas infantiles ni
pasar todas mis tardes decidiendo qué frase moralizante será la mejor
para educar a unos niños
perfectos en su inicial y fugaz inocencia cultural.

Sólo quiero tres mil tardes, quizás más,
en un parque, en mi jardín, en el pasto;
riéndome de la dulce paradoja de ser
viejo y no envejecer.

Que mis dientes caigan muertos en picada
que tus labios se remojen en mi nunca gastada
saliva.
Que el silencio sea sólo necesario en las horas de dormir.

Yo no quiero que la vida ordinaria me consuma
estas ganas de reír que se me escapan
ni unos ojos que se cansan de mirar desde tu espalda
al nacimiento de tus pechos.

Sólo quiero que tus circularmente perfecto pezones sean
mi laguna preferida y que sean un misterio
aún después de las tres mil tardes y los dientes
que se caen en picada.

Sólo quiero que la vida le huya al nombre y que nunca
pero nunca, dé por supuesto lo impredecible.
Que el sin porqué sea incógnita y me desvele
no saber si volveré a ver el marrón de sus pezones.

Yo no quiero que el sexo sea dado por hecho
ni que el coño sea un deus ex machina.
Yo prefiero que tus labios carnosos, de la boca a la vagina,
me sorprendan cada día.

Sólo quiero que la historia sea predecible
en un aspecto tan básico como el transcurrir.
Todo lo demás, las peleas y los gritos, no me preocupan.
Mientras sepa que al final del del día sólo será

mis dientes cayendo en picada y tus labios bebiendo mi saliva.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Mentes

Pero no están en la ciudad los lugares comunes. Ni en el invierno de mujeres ni en mis dedos congelados por el frío. Ahora lo sé, lo sé porque estoy en el lugar. Pequeño paraíso doméstico. Ya lo siento aflorar desde el centro mismo de mi pecho. Sueño eternamente entre paredes que por una suerte de broma arquitectónica son cinco y no cuatro. Si fuera algunos años más viejo, si fuera algunos años más joven. ¿Qué voy a hacer entonces cuando la mañana destroce con su incandescencia reflejándose en una botella verde de vidrio y golpee el humo enquistado en mis paredes? Retrasar hasta el finito infinito el despertar. Hago la cuenta semi dormido. Quedan algo así como setenta y cinco despertares en esta cama, en estas cinco paredes. Setenta y cinco despertares son ciento doce horas semi conciente. Puedo ver los números en mi cabeza, pero quizás mi lógica invencible no cuenta con el factor sueño. Ciento doce horas de arrepentimientos y de promesas vacías. Las peores, las que uno se hace a sí mismo. No, en la ciudad no están los lugares comunes. La ciudad es el transcurso. El trayecto entre el colectivo y el trabajo, entre la promesa y el incumplimiento. Aunque es falso, en parte. Porque también sueño en el colectivo. No sueño cuando hablo, cuando busco trasmitir sensaciones intrasmisibles a mentes que duermen y no sueñan. Pero no sueño a la vuelta, no sueño porque el verdadero ejercicio está próximo. Y llega. Siempre llega el sueño. Y lo alimento al muy infeliz. Lo alimento de sueños ajenos, de expresiones que no son mías y que envidio hasta morir verde. Verde como la botella, verde y gris como las yemas de mis dedos. Aparece imprevistamente, escondido en un rincón de este cuarto en el cual aún me quedan setenta y cuatro días, ciento once horas y quince minutos. Lo alimento de notas y frustraciones. ¡Ah! Y si quieren venir, que vengan- grito riéndome- les presentaremos batalla. Pero no, algunos alimentos son peligrosos. Y el crece, crece en base a cualquier cosa. Crece gracias a una pequeña mente que ayer me ha dicho que el único camino es la revolución. Crece gracias a un espacio cedido por la dirección nacional electoral y por una película en la que un niño huérfano conoce el amor gracias a un perro. Y sufro porque sé que hoy no duermo. El sueño no va a dejarme. Pero siempre despierto. Siempre puntualmente entre las diez y las once y media de la mañana. Y volver a viajar, volver a sentarse detrás del escritorio, delante del pizarrón y de la mente pequeña. Hasta que una mente pequeña intrépida y hermosa me dice que la única solución es la revolución. Y me río por haber aprendido tanta ignorancia. Me río y quiero gritar- aunque la mente pequeña no entienda- que si quieren venir, que vengan.

jueves, 14 de marzo de 2013

Ramificaciones


Jugamos con la idea y yo estoy perdido desde un comienzo sin saberlo. ¿Quién diría que tu fuerte son las lecturas? Salir, tomar y desarmar, hasta el infinitivo. Todas las noches busco la cadencia, todas las noches. Y si me encuentro caminando en tu abrazo amoroso descubro el ritmo inaprensible. Soy hijo del hombre, y mi carne sangra. Me sueño desnudo, pero qué importa. La corporeidad también es ritmo. Y mis dedos se agitan al compás, y mi mente reproduce desde su más absoluta inmovilidad cada sentido realzado en cada circunstancia específica. Si escucho una cuerda la hago sonar, como si la intertextualidad no fuera un fenómeno meramente literario, como si la teoría interpretativa de la literatura pudiera expanderse a todos los fenómenos de nuestras vidas. Transformo sin saberlo y lo disfruto. Me fusiono en ese flujo de sensaciones que aparenta una unidireccionalidad absolutamente falsa. Somos uno, quizás ese sea el secreto mejor guardado de la existencia. Y entonces entiendo la exigida capacidad de sentir en lo más profundo cualquier injusticia cometida contra cualquiera, en cualquier parte del mundo. Y entonces entiendo que justamente, por estar en medio del tarro, nos vemos obligados a ser conscientes de todo lo bello y de todo lo trágico que este mundo nos brinda. Debemos cargar con la culpa de no ser mejores de lo que deseamos y al mismo tiempo apuntar a no aguantar la mediocridad.
Y en ese lugar entra el arte, se filtra impetuosamente entre nuestras venas clasistas y nos obliga a mirar, a descubrir, a sentir por encima de cualquier otra cosa. Una canción alimenta mis palabras y mis dedos sienten el ritmo, no es necesario siquiera mirar, no es necesario entender ni detenerse a buscar una interpretación adecuada. Nos conectamos en todos los niveles que permitimos. Intentamos refugiarnos detrás de banalidades y distracciones pero en aquellos hombres condenados la banalidad no tiene más que una transitoria y poco efectiva repercusión.
Somos los dementes del siglo, de cualquier siglo. Somos la genealogía milenaria y sectaria de aquellos que nos reinventamos en cada gesto, cada mirada inquisidora, cada reproche social. Y entonces las excusas no nos bastan, por más que así lo quisiéramos. Un impulso primordial nos obliga a continuar en esa dirección. A dejar de lado cualquier tipo de sojuzgamiento y buscar aquellas notas musicales que nos arrastran en un pentagrama espiralado e infinitivo. A fin de cuenta, nuestro tiempo es el de los absolutos y un accidente gramatical no puede determinarnos. Atacar los preconceptos, rescatar lo bello. Morir no es más que un apodo para la aberrante improductividad artística. Y somos locos, y nos gusta. Y gritamos enfervorizados, nos contradecimos y vitoreamos a las personas equivocadas en los momentos menos oportunos. Somos hijos del hombre, hijos de la revolución natural más grande de todos nuestros tiempos.
Encontrar en un pecho el arte curvilíneo del deseo junto con su melodía exacta. Mirar a los ojos realmente. Jactarse de ser un loco, un enfermo, un revolucionario. Y ser tildados de inconstantes o, mejor aún, de anacrónicos. Recoger todos los legados para reconfirmar nuestra carencia absoluta de alguno. Emocionarse hasta las lágrimas curvilíneas por una sucesión de palabras correctamente articuladas. Querer reproducir a la perfección un ritual ancestral, repetir hasta el cansancio una frase que ha quedado flotando en nuestras venas clasistas.
Y quizás no logremos nada, quizás nuestra carencia de legado nos condene irreversiblemente a destacarnos de vez en cuando por una genialidad individual. ¿Pero qué importa si sólo recuerdan de vez en vez a Cortázar o al Che? ¿Qué importa, si logramos, como sujetos, encontrar en ellos la definición absoluta y atemporal de nuestro único deseo y objetivo? La muerte tampoco es un absoluto, sino seríamos mortalmente inmortales. Y el milagro secreto es, a fin de cuentas, la repetición ad eternum de una melodía en LA menor.

lunes, 4 de marzo de 2013

Habitaciones


No encuentro las palabras que preciso, y entonces siento que por una sola vez, por una sola tarde, es necesario realizar el movimiento inverso. Ir de lo más pequeño a lo más grande, dejar las palabras mayores para quienes pueden manejarlas y dejar que comiencen primero mis cuatro paredes, casi como un susurro. Reniego de esa concepción que entiende la pasión como nociva y me convierto en el ser más sectario de mi cuarto, también en el único. Recuento todas mis habitaciones, y por cada una procuro retener un recuerdo.
Quizás por ósmosis o inmediatez recuerdo la habitación más deseada, la que perteneció vedada por mucho más tiempo que otras. Recuerdo los escalones y la baranda de madera, los motivos femeninos y la imperfecta impresión de estar en el lugar menos adecuado en el momento más adecuado. La opresión de los muros rojos y el palpitar agitado. Recuerdo haber buscado, también en esa ocasión, las palabras precisas. Se ovillaban al costado del fantasma de un gato blanco, caían insuficientes como gotas que anticipan una lluvia demasiado retrasada. El peso de mi cuerpo sentado sobre la colcha azul de la cama, dos pesos y unas míseras gotas. Volver a mi verdadera habitación o morir bajo la presión abrumadora de las palabras que entonces ya se relamían, caminando por el otro extremo de la calma. Recuerdo haber vuelto mentalmente y el deseo absurdo de la noche interminable, del milagro secreto. La interpretación constante de personajes ajenos y la idea estúpida de coger de una buena vez para poder escribir acerca de ello. La incomodidad y los pezones descubiertos. El sexo poco hollywodense, un sabor a té tibio con limón que exhalaba de sus labios. La certeza de que cualquier bebida sabe mejor cuando otros labios la sirven. Recuerdo los labios alcanzados y los inalcanzables, saber que siempre sería peor persona que personaje. Y las paredes gritando, el fantasma del gato que se niega a la muerte y camina, zizagueando, buscando un hálito que no encontrará en ningún rincón del cuarto rojo. Las entrañas palpitantes y rojas que bien podrían ser vida como también muerte. El soneto a las vísceras que da cuenta, quizás, de uno de los fenómenos más interesantes de nuestra vida de habitaciones.
Afeito mi mejilla derecha, frente al espejo repito mi nombre y suena raro, cada vez que lo pronuncio. Una escalera de hierro me separa de mi lugar en el mundo. A fin de cuentas nuestras vidas no son más que momentos en grandes y pequeñas habitaciones. E idolatro a la más pequeña, más que a nada en el mundo. Puedo nombrar cada ritmo, cada paso y cada olor que atravesó esa escalera para entrar, impetuosamente en mi universo sectario y personal. Puedo dar cuenta de cada pelo y cada colilla guardados, cuidadosamente, en mi biblioteca con fondo falso. No me gusta afeitarme toda la barba, me vuelvo más irreconocible y temo perderme en la escalera de hierro o, peor aún, que las paredes repintadas de mi cuarto me rechacen atemorizadas. Ya bastante debe costarles reconocerme. Yo era un niño, y deseaba todas las habitaciones menos la mía, pero ella siempre me lo ha perdonado. Ha absorbido cada lágrima ajena y cada golpe violento contra su estructura. La mejilla izquierda, quizás por efecto de mis constantes distracciones, ha quedado un poco despareja.
Si se presta atención uno puede descubrir que las pupilas y los iris son el lugar perfecto para reencontrarse con un falso pero reconfortante sentido de identidad. Separadas son prácticamente la nada misma, pero juntas constituyen un mapa exacto, un tatuaje de nuestro nombre marcado a fuego. No es necesario engañarse buscando un nombre que nunca va a identificarnos, no es necesario repetir frustradamente una atribución propia que se nos ha dado al nacer sino buscar en ellos. Y sólo así uno logra no sentirse raro, como cuando uno entra, por la noche, a la habitación pequeña.
Y recuerdo ahora incluso una tercera habitación pequeña, algo casi tan reconfortante como saber que en Rayuela la palabra “amor” no aparece la cantidad de veces necesarias para definir ese concepto sino que es sustituida por la noción de matar y renacer, como el fénix. Y la tercera habitación no tiene paredes rojas ni cadencia. En su pequeñez estructural alberga mi aleph personal y sectario, todas las habitaciones que me han contenido. Y su escalera de madera y hierro cruje cuando desde el patio de azulejos celestes sube el hálito vedado al gato fantasma. Y él se siente por primera vez deseado, porque otros labios se lo han servido. Alguien golpea pesadamente la puerta de madera y los vidrios tiemblan, y es grato saber que no es una biblia quien golpea, porque entre sus páginas la palabra “amor” aparece doscientas diez y siete veces. Nadie con tal incapacidad para encontrar las palabras precisas, ovilladas al costado de un gato fantasma, podría encontrar mi cuarto. No existen definiciones perfectas ni palabras exactas, es cierto. Pero en mi cuarto, en la tercera habitación pequeña, tal acumulación de una sola palabra solo puedo ser sinónimo de una de las pocas ideas que no ha logrado distraerme. ¡Mentira! Tu ausencia de variedad lingüística sólo puede personificar la mentira. Y no me gustan los personajes.
Y entonces entiendo, casi fatídicamente para mi escritura, que el fénix también debe ser una mentira y que el concepto principal de Rayuela puede nacer de otra mentira, la más grande que ha existido. Quizás no debiera preocuparme tanto, quizás Jesucristo sólo ha muerto, sólo entonces el fénix de Cortázar podría ser real, como mi gato que me besa y exhala, desde sus labios y su lengua renegrecida el dulce y ácido hálito del té tibio con limón.